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FÓRMULA 1
GP DE CANADÁ 2022
P R E L U D I O
EN QUEBEC
M O N T R E A L
Altar de Villeneuve
El circuito canadiense donde se dirimirá la carrera del próximo domingo, que rinde tributo inmenso a Gilles, el bienamado: el más deslumbrante de todos
renco press. Nueva York. 16 de junio de 2022. Ángelo della Corsa Quien se haya acercado a la Fórmula 1 un poquito de inmediato captará que está hecha encima de ciertos nombres que son los cuales, le han dado el realce para ser una práctica que reina por encima de muchas otras que tienen que ver con el ludismo. Con el juego como jugando.
Sin embargo, hay jugarretas que pueden llegar a convertirse en lo más grave del mundo.
Algo parecido ocurre cuando se habla de los tiempos heroicos de Esparta o de Grecia. Que, con el puro hecho de mencionar a Ulises, el odiséico, está dicho todo lo que tiene que ver con La Guerra de Troya y con el despertar del mundo occidental, al cosmos.
El hombre es uno y es el mismo en cada hijo de la vida. Si bien es cierto que, a veces, cuesta un poco más, verlo así de claro.
Cosa de quitarse las anteojeras…
Preámbulo que viene al caso, para mencionar al más grande de los paradigmas en el mundo de los autos que corren a toda mecha escribiendo las páginas doradas de la competición: Gilles Villeneuve. «El bienamado».
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El corredor canadiense que nunca ha muerto. Nació el 18 de enero de 1950 en Saint Jean sur Richeliú, Quebec. Distinguido porque era feroz acelerando; incluso, con el carrito del súper.
Famoso desde que conducía sobre el hielo las motos ex profeso. Hasta que en 1977 lo había descubierto Ron Dennis y lo llevó a McLaren con la certeza de que era un híper dotado para manejar mono-lugares a velocidad del vértigo.
Enzo Ferrari que tenía un ojo demasiado despierto, no dudó en adoptarlo enseguida y así fue que Gilles corrió para el equipo colorado, hasta su último suspiro.
La preponderancia que llegó a tener en Maranello era tan estimada, como si fuera Dino Ferrari –el hijo redivivo del patrón de patrones– ya que «El Comendador» dejaba hacer todo lo que Villeneuve quisiera, a cambio de verlo pilotar con su escudo, por las pistas del mundo de entonces y vivir esos éxtasis incomparables cuando su ahijado ganaba.
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Son lindísimas las anécdotas que contaba la gente que las vivió de cerca y que tenían que ver con el piloto consentido cuando llegaba a La Casa italiana y sacaba un auto Ferrari nuevo, para viajar de una carrera a la siguiente, y regresarlo pasados unos días: todo lleno de barro con los neumáticos lisos. Para enseguida, montarse en otro. Mientras todo el mundo: chitón.
Lo más vivaz ha sido que el hijo ilustre del Canadá condujo como una exhalación, desde el GP de Inglaterra de 1977, hasta el de San Marino en 1982.
Para encontrar el final de sus días en Zolder, en una de las tardes más pesarosas del automovilismo deportivo.
Aquella de fatalidad cuando se celebraban las calificaciones en busca del acomodo en la parrilla para el día después, en que se disputaría el GP de Bélgica de 1982: fue en el infeliz sábado 8 de mayo.
GUERRA CIVIL DENTRO DEL BOX
Siendo antes grandes camaradas Didier Pironí y Gilles, acabaron como enemigos jurados a muerte, por las traiciones típicas de un piloto inferior, en pos de querer sobresalir más allá de uno que era probadamente excepcional.
Villeneuve no pudo digerir las artimañas del francés, demostradas con brutal cinismo poco antes, en Ímola: –Me robó el muy bandido. Decía vociferando, de lo más indignado.
Ello, porque se habían acordado las posiciones de quien entrara por delante en la primera curva, y que Didier luego ignoró a su conveniencia.
Nigel Roebuck el afamado periodista inglés, lo escuchó con meridiana claridad: –Terminar como el segundo una carrera, es una cosa. Hacerlo porque te han traicionado, es otra… Le dijo poco antes de matarse, G. V.
La furia de Gilles estaba desatada.
Nunca iba a perdonar al verse estafado y sólo una cosa quería en delante, derrotar a Pironí, a como diera lugar, pagando cualquier precio en todos los siguientes enfrentamientos entre ellos.
Poco antes de ir al asfalto a dirimir el derecho por «La Cuerda de Largada» el francés oyó parte de lo que decía su rival y mejor se quedó callado, lleno de vergüenza.
En el ambiente del Pit de Ferrari se podía cortar el aire con bisturí. Los mecánicos se encogían de hombros y bajaban la mirada al paso de Villeneuve.
Didier se acercó y quiso hablar; pero Gilles, lo ignoró…
Ya en el asfalto: daban las mejores vueltas según podían, todos los participantes. Pero al final, la disputa estaba entre la dupla roja.
D. Pironí metía una Lap prometedora de 76.501 segundos. Que iría a destrozar enseguida Villeneuve, si esto fuera posible, porque…
…Porque con un set de gomas de GoodYear nuevas, salió con ese objetivo que lo acicateaba: ya que iba a superar ese crono miserable.
De pronto, le dijeron con un cartel que regresara a Pits.
No se explican por qué, pero Gilles no bajó la velocidad, y a poco de entrar por el doblez de Terlamen, yendo en quinta marcha a 260 kilómetros/ horario: el auto rojo número 27 se encontró con el March de Jochen Mass, que ralentizaba.
El alemán quiso hacerse de lado, pero por el retrovisor vio cómo se le venía encima una mancha roja que lo acosaba cual bala de cañón.
Gilles no entendió la maniobra del March que iba delante y también, se jaló a la derecha para driblar.
Nada de eso ocurrió. Porque pegó con su rueda delantera izquierda contra la trasera –diestra– del auto de Mass. Y conflagraron.
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Villeneuve salió despedido del habitáculo de ese Ferrari que hacía cabriolas espantosas, volando y volviendo a tocar el piso.
El piloto ya desmayado golpeó contra la tierra, sin el casco, del que se desprendió en su vuelo a la eternidad.
Poco después, el carro del caballito negro despedazado, quedaba yacente a media pista; aquel blanco con vivos oscuros, contra el que golpeó: casi ileso, retornó a los garajes para que, Jochen contara lívido, lo que sintió.
En tanto que, cerca del corredor tumbado como muñeco de trapo actuaban precipitados los comisarios que no atinaban ni cuál bandera agitar, y un poco lo mismo, ocurría a los rescatistas.
Un médico masajeó en el pecho del héroe infortunado, y hasta lo revivió por un instante.
Pero lo que le había ocurrido, era del todo grave y ya sin regreso, por imperiosa necesidad.
–Ha sido terrible, terrible, terrible: decían demudados los que lo vieron.
NO ERA POSIBLE
Tanto la valentía como esa discreta elegancia del Gilles Villeneuve de siempre, lo hacían parecer inmortal e imposible de ser superado por nadie, ni por nada.
El cura que le dio la extremaunción en el pomposo hospital de Lovaina a donde fue llevado en helicóptero: a las 21:12 fue testigo del aliento postrero del paladín de toda la audacia, hasta entonces vista.
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Bien lejos de ahí, en Módena, Italia: escuchaba atento todos los pormenores, un viejo de 84 años y se desplomaba sin rumbo.
Acosado por las pobrezas que regala la existencia hasta al más rico, ahora: perdía a un segundo hijo, Enzo Ferrari, quien nunca admiró y amó tanto a cualquiera de los pilotos bajo sus órdenes.
Desde el grandioso Tazio Nuvolari, Gilles, era otro de los sagrados y consagrados como los invencibles.
COROLARIO
Estaba cruelmente escrito el fin de la historia de un mártir de la velocidad.
No hay mucho más que hacer, pero se hace: el circuito quebequense donde se va a jugar la carrera del domingo venidero, lleva su nombre.
Y cada vez que hay una prueba en La Isla de Nuestra Señora sobre el río San Lorenzo: sobreviene el recuerdo de ese piloto con cara de niño eterno.
El más rápido que se ha podido ver, al negociar con la curva del tiempo infinito:
¡A Mil Por Hora!
Nota.
He leído, consultando y tomando ideas –desde hace años– de: Nigel Roebuck,
Gerald Donaldson, Adam Cooper, Philippe Crépeau, Denis Jekinson,
Sid Watkins, Xavier Chimits y Olivier Favre.
Les doy las gracias, acusando la originalidad de sus textos. No, del mío.
Vale
¡A Mil Por Hora!